Pedro Martin (I parte)

«Cuando uno se va haciendo mayor, como es mi caso, piensas más en lo que ha sido tu vida. Las personas que has amado, las que te han ofendido, para llegar a la conclusión de que todo era necesario. A cualquier persona le ha tocado momentos difíciles que vivir y también momentos felices. Todo es un aprendizaje en nuestro viaje por la vida. Un aprendizaje para evolucionar en el buen sentido. En cada vida hay también personas inolvidables porque dejaron su huella en tu camino. El espíritu noble intenta olvidar el mal y quedarse con el bien, por puro instinto de supervivencia. Si algo te ayuda a vivir son las personas que hicieron posible los momentos felices. Y, en mi historia personal, a veces he hablado de mi familia. Del sufrimiento de ver morir a tu padre biológico por la represión franquista. Del exilio de la tierra que te vio nacer. Y del esfuerzo de poder llegar a ser un superviviente. Y hay en mi vida una persona de la que he hablado poco y siento la mala conciencia por no haberlo hecho.

Era sacerdote, de los buenos, de los auténticos cristianos que he conocido en el mejor sentido de la palabra «cristiano». Siempre respetó mi libertad de conciencia. Nunca se empeñó en que fuese a misa ni en que me confesara. En una época, bajo el régimen de la dictadura de Franco, todo eso, ya era mucho. Se llamaba Mauricio Rufino de Herrero, aunque todos lo conocíamos como el Padre Mauri. Había estudiado Economía y Derecho y tenía novia de familia noble. Pero con 30 años siente la llamada del sacerdocio. Nacido en León, marchó a estudiar Teología en Toulouse, en el sur de Francia. Ordenado sacerdote, es destinado a la diócesis de Barcelona. Era comienzos del año 1964. En el obispado de Barcelona le encomiendan su primera tarea: decir misa en las chabolas de Montjuich (bajo las gradas del antiguo estadio, posteriormente rehabilitado para las Olimpiadas de 1992), en el Pabellón de Previsión y del Pabellón de Bélgica. Cuando el Padre llega a Montjuich y contempla el panorama, se da cuenta de que su misión allí no puede ser decir misa, sino implicarse en dignificar la vida de aquellas personas. Comienza entonces una labor ingente, para la que no duda en presionar lo más diplomáticamente que puede ( y él podía mucho) a las autoridades franquistas de la época. En poco tiempo consigue crear clases para adultos y niñ@s, biblioteca y se entrevista con el alcalde José María de Porcioles para solicitarle la construcción de viviendas sociales para aquellas familias. Es cierto que este último proyecto tardó algunos años en llevarse a cabo. Pero finalmente dio sus frutos, pues cuando se cerraron las chabolas de Montjuich, estas familias se pudieron cambiar a viviendas sociales en el barrio de San Cosme, del Prat de Llobregat, otras en viviendas en la actual Badalona o en Ciudad Badía. Pero antes de todo eso y, pensando en los «chavales», palabra que a él le gustaba usar y que incluía a menores de ambos géneros (todavía no se hablaba de otros géneros), en el verano de 1964 funda la Primera Colonia Juan XXIII, papa que él admiraba por su espíritu abierto, alquilando una masía abandonada en el macizo del Montseny, con ayuda de sus primeros colaboradores. Acabadas las colonias, viendo que aquellos niños y niñas no podían volver al hacinamiento de las chabolas de Montjuich, funda, gracias a las buenas personas que le ayudaron, el Hogar Juan XXIII, situado en una finca con dos edificios de la Ciudad Jardín La Florida, en Santa Perpetua de la Moguda, que tenía también un jardín donde ubicó barracones de madera que sirvieron como aulas, y que él salvó de la quema, pues eran los mismos barracones que el gobierno suizo regaló para familias damnificadas en las inundaciones que, pocos años antes se produjeron en la comarca del Vallés, en Barcelona.

En esa época llegué yo al Hogar. Era septiembre de 1966. Después llegaron mis hermanas más pequeñas, Rose e Isa. Mi hermana mayor, Rosario estaba trabajando, al igual que mí madre como asistente doméstica en casas de familias de la burguesía, en el ensanche Barcelonés. En este primer Hogar apenas éramos unos 50 alumnos entre niños y niñas. Pero la labor del Padre era incansable, y a él acudían cada vez más personas necesitadas. Así que con ayuda de sus mejores colaboradores compraron una finca abandonada en la Sierra de Collcerola, en una colina en medio del bosque situada por encima del valle que ahora ocupa el Cementerio del Norte (Cementiri del Nord). En ese valle del Cementerio jugábamos a fútbol mucho antes de que se convirtiera en lo que ahora es. Allí descansan ahora los restos de mi madre, de mi tía Isabel y de Concha y Antonio, que también han llegado a ser mi familia. Los restos de mi padre tengo que buscarlos en una fosa común de la ciudad de Vich, como víctima de la represión franquista. Esta nueva finca, mucho más amplia, se llamaba «Les Bones Hores». Y, tal como su nombre indica, allí pasé largas buenas horas de mi vida. Aunque mejor debería decir años, pues entré como alumno con 11 años y permanecí después como profesor hasta los 28, cuando ya había muerto el Padre Mauri prematuramente joven (47 años), sin arriar nunca la bandera de su entrega a los más necesitados. No puedo, naturalmente, intentar explicar todo lo que este gran hombre pudo llevar a cabo en tan poco tiempo.

AL PADRE MAURI

Tuve hambre y me diste de comer.

Tuve sed y me diste de beber.

Sin casa, tú me diste Hogar.

Por tí aprendí lo que es el verbo amar.

Y, sin olvidar a madre y hermanas,

la esencia de la doctrina cristiana,

fuiste tú, sin esperar beneficios,

quien me inculcó el valor del sacrificio.

Contigo estaré en deuda y no lo olvido,

pues agradecer es de bien nacidos.

A ti, Mauricio Rufino de Herrero,

por todo cuanto te debo, te quiero

recuperar en mi vieja memoria,

antes que del olvido seas historia.

p.m.c.